Las edades del hombre III
Crepúsculo. Espero a un amigo. Siempre llega tarde, como yo. Respiro mi temperatura ideal, como si quisiera memorizarla para siempre. No hay frío, no hay calor, no hay más estaciones. Sólo estos deliciosos 24 grados. Veo el reflejo anaranjado del sol que se oculta. Lentamente, el cielo se oscurece.
Estoy junto a una boca de metro. Veo pasar a la gente. La observo. Jóvenes, mayores, gente con prisa o sin ella. Gente que se encuentra y sonríe. Amigos, viandantes varios. De vez en cuando, algún grupo se encuentra junto a mí. Les miro, les escucho. Me meto sin querer (o no tanto) un poquito en sus vidas. No por nada en especial, sólo escucho y observo.
Unos quinceañeros se encuentran. Él, tímido, prefiere quedarse en segundo plano. Es "Carlos" (hace muy poco que salen juntos, a ella no le mola decir "mi novio", ni puede decir "un rollito" delante de él). Ellas tres se ponen rápidamente al día sobre sus últimos escarceos. Les miro a todos y siento la distancia. Estudio el lenguaje no verbal, riquísimo. Entiendo por qué hablan sobre eso, sé lo que sienten. Ya pasé por allí, hace tiempo. Me siento un poco Mr. Scrugg, observándose a sí mismo junto al fantasma de las navidades pasadas.
Otro grupo, esta vez de prejubilados (por lo de la edad). Llevan un paso lento, tranquilo. Caras serenas, de sutil satisfacción. Disfrutan del paseo, de la compañía, de la conversación. Son la imagen más alejada del agobio. Una de las mujeres cruza una corta mirada conmigo. Sus ojos ligeramente rasgados, inteligentes, se clavan en mí. Hablamos durante unas décimas de segundo. Ella vuelve a lo suyo, y me encuentro en la situación inversa a la anterior. Ella ha vivido casi el doble que yo, y es posible que en esas fracciones de segundo también haya sentido la distancia. Pienso en todo lo que me queda por vivir, en todas las experiencias que tengo que pasar. Intento adivinar qué habrá pensado ella al mirarme.
La edad nos hace tan diferentes, aunque en el fondo seamos los mismos... ¿Por qué la gente no entiende que todos nosotros hemos sido cocineros antes que frailes, que hemos pasado por la pubertad, la juventud, etc. antes de llegar a la madurez en la que nos encontremos ahora? ¿Por qué tanta gente se cree el amo del mundo a los 25, a los 30, a los 35, 45, etc.? ¿No saben que no estamos sino recorriendo un camino? ¿Que cada estadio intermedio es temporal, y que siempre habrá gente "más" que nosotros? Más experimentada, más inteligente, con más poder o más pasta. Por lo tanto, ¿por qué mirar a nadie con cualquier tipo de sentimiento de superioridad? Lo he visto tantas veces que me llego a acostumbrar. "Son unos niñatos". Si eso dices de unos chicos simplemente porque tienes 20 años más que ellos, ¿qué crees que piensa de ti la generación de tus padres cuando te ven con tus crisis existenciales de los 40? No, seguramente no te lo has planteado.
Hagamos algo útil con esa experiencia que tanto nos costó conseguir: comprendamos y apoyemos a los que están luchando por escribir esa parte del libro en la que nosotros ya escribimos.
Hay circunstancias que, por su reiteración, son casi leyes. En cuestión de parejas, ¿quién no ha comprobado en muchas ocasiones lo de el punto y la I? Es decir, ¿quién no conoce parejas en las que ella es un palillo y él está pasadito de peso, o parejas en las que ella mide 1,50 y él 1,90? Hay bastantes combinaciones chocantes en cuanto a lo heterogéneo del 2, que no por comunes dejan de ser hilarantes. Pero la que más se aproxima a la categoría de REGLA (con mayúsculas) y la que más me divierte es la discordancia en cuanto a las cosas nimias.
"Aciago demiurgo", decía mi profesor de filosofía de segundo, por el libro de Émile Michel Cioran, cuando se refería a circunstancias, mayormente negativas, que tenían lugar fuera de la lógica ordenada que todos esperamos en los acontecimientos diarios que nos rodean. Según el pensamiento gnóstico, el demiurgo, antítesis del ser supremo y perfecto que forma la cúspide del Universo, es el que imprime movimiento al mundo.
El otro día cogí el metro. Como las últimas veces, en cada trayecto coincido con una más de las muchas personas que vagan por los trenes pidiéndote una ayuda cuando no es hora punta. No sé cómo se organizan, pero siempre me encuentro con alguna.
Ya lo había oído antes de sentirlo. En boca de los protagonistas o de alguno de sus seres queridos: hay dos cosas que inevitablemente pasan por tu cabeza los días posteriores a un accidente. Una de ellas es la fragilidad del cuerpo humano. No está diseñado para moverse a más de 35 ó 40 Km/h. Incluso a esa velocidad, cualquier golpe con un objeto sólido nos produce un gran daño. Roturas, desgarros. Somos frágiles, nos rompemos. Si la velocidad aumenta, nuestra fragilidad lo hace proporcionalmente. A más velocidad, nos asemejamos al cristal. Pero la gente parece no entenderlo. No es la típica cosa que uno piense cuando pisa un acelerador, o peor aún, cuando gira la muñeca. Pero no por ello deja de ser menos cierta. Si alguna circunstancia desgraciada ocurre, las leyes de la física se encargan de recordárnoslo de golpe. Después, sólo podemos lamentar. Y meditar sobre esta cuestión... y la siguiente.
Es raro encontrar a alguien a quien no le guste la música, e incluso alguien para quien la música no signifique algo especial. Sí, es muy común, tal es la fuerza de la música. Mueve montañas, como el amor. Mi amor por la música no es sólo eso; es el de alguien que la conoce desde dentro. Alguien que sabe cómo nace, cómo se crea. Es algo especial.
En muchos aspectos, me encanta Madrid. Un clima demasiado continental para mi gusto, pero delicioso en el entretiempo. Sí, las suaves temperaturas de la primavera y el otoño son demasiado cortas por estos lares. No obstante su fugacidad, la primavera en esta ciudad nos regala una explosión de cuerpos en flor, ávidos de mostrarse tras varios meses de obligada reclusión. Mujeres de todas edades, colores y condiciones muestran con una orgullosa naturalidad lo que los genes (y a veces la ciencia) les han dado, utilizándolo a modo de multiplicador de su atractivo, y a veces incluso de su belleza. La operación bikini está en su apogeo, los gimnasios están a reventar y los centros de bronceado a base de UVAs tienen unas colas (perdón, filas) por las tardes dignas de las mejores ofertas de rebajas. Todos sacamos la ropa de verano del armario y ellas sonríen al volver a ver esa camiseta que tantos beneficios les reportó el año pasado en la campaña publicitaria.
Qué forma más increíble tiene la música de despertar recuerdos, de transportarnos a otras épocas y otros lugares y hacernos volver a sentir lo que en aquellos momentos sentimos. Sentimientos de lo más variopinto, que no están ni mucho menos limitados a un buen recuerdo; que pueden ir desde la más agradable de las sensaciones de bienestar hasta una tremenda euforia, pasando por ese algo que hace que se nos hinche el pecho, o puede que incluso algún mal rollo si la hemos asociado a un mal trago. Pero la música es tan, tan poderosa en este aspecto... Se me antoja similar a los olores. Seguramente la asociación de la música con un sentimiento o un recuerdo tiene lugar en la misma zona del cerebro que la asociación entre un perfume u otro olor con una sensación. Pero pienso que la música, dada su naturaleza, se suele asociar casi siempre a sentimientos positivos, a buenos momentos.
Cuando empecé a salir por ahí, hace más años de los que quisiera, apenas había probado el alcohol. Estaba virgen en este aspecto, como en algún otro. Un día salí por ahí con un compañero de estudios. Me presentó a unos cuantos amigos más... y a las cervezas.
Una vertiente no muy agradable de los grandes cambios es el típico aislamiento que se sufre. La gente suele tener bastante con sus propios problemas, y es raro encontrar a alguien que muestre un poco de empatía con los tuyos. Tú pasas los días intentando comprender el cambio en el que estás inmerso, intentando averiguar cuál es la mejor manera de sobrevivir a él y procurando no llevarte más heridas de las necesarias en el durante, mientras que al resto del mundo le traen al pairo todos estos temas. Lo más normal es que cada uno, independientemente de lo próximo que esté de tí, intente arrimar el ascua a su sardina, sin tener en cuenta si pasas un momento difícil, si estás bien o mal o si necesitarías un poco de ayuda. Exigen lo mismo de tí, lo que has dado siempre, lo que de continuo han tenido, como si nada pasara. Incluso te recuerdan que tú siempre has dado más, sin tener en cuenta lo más mínimo cómo tienes el cuerpo... y el alma.
Érase una vez un crío. Pasaba sus veranos, semanas santas, resto de puentes y fiestas de guardar en un pequeño pueblecillo al pie de un monte. Disfrutaba como nadie con todos los chavales de su edad. Salía de casa por la mañana y sólo aparecía a la hora de la comida y a la del bocata. Los días eran eternos. En aquella época no había consolas, ni ordenadores o internet. No había móviles ni correo electrónico. Jugaban a cualquier cosa, y lo pasaban bien todos juntos, chicos y chicas. En el prado, en el monte, en las vías del tren. En la vieja fábrica, en el túnel. En la finca del rico del pueblo, en la carretera. Cualquier sitio era bueno. Podían ir donde quisieran, salir y entrar. Una maravillosa infancia y adolescencia llena de amigos.
Hace unas décadas éramos los españoles los que emigrábamos. Dejábamos todo, nos liábamos la manta a la cabeza, y nos íbamos a Alemania, Holanda y otros países europeos en busca de lo que no teníamos aquí. En busca de un futuro mejor, en busca del pan para nuestros hijos. Perseguíamos aquello a lo que todo ser humano tiene derecho: mejorar sus condiciones de vida, aún a costa de dejar atrás (quizá sólo temporalmente) todo lo que hasta ese momento ha sido tu vida. Dejar atrás tus raíces, tu pedacito del mundo y aventurarte en lo desconocido, sin saber si te irá bien o mal, si fracasarás o triunfarás, y lo que perderás en el intento, requiere de una alta dosis de valor. Emigrar a otro país en busca del pan y la sal requiere coraje. Y el que no lo entienda es que nunca lo ha intentado.