Las edades del hombre II
Érase una vez un crío. Pasaba sus veranos, semanas santas, resto de puentes y fiestas de guardar en un pequeño pueblecillo al pie de un monte. Disfrutaba como nadie con todos los chavales de su edad. Salía de casa por la mañana y sólo aparecía a la hora de la comida y a la del bocata. Los días eran eternos. En aquella época no había consolas, ni ordenadores o internet. No había móviles ni correo electrónico. Jugaban a cualquier cosa, y lo pasaban bien todos juntos, chicos y chicas. En el prado, en el monte, en las vías del tren. En la vieja fábrica, en el túnel. En la finca del rico del pueblo, en la carretera. Cualquier sitio era bueno. Podían ir donde quisieran, salir y entrar. Una maravillosa infancia y adolescencia llena de amigos.
El tiempo pasó. Los críos crecieron. Ahora ellas son mujeres, y ellos son hombres. Muchos tienen hijos, que están empezando a disfrutar en el mismo entorno. Los viejos amigos se reencuentran. El tiempo ha sido clemente con algunos, más duro con otros. Sin embargo, las sonrisas y las miradas cómplices hacen resonar ecos de aquella maravillosa época. Las preguntas de rigor, como en la canción de Louis Armstrong, esconden un "cómo te he echado de menos, amigo". Cuántas cosas por preguntar, por saber, y qué poco tiempo para hacerlo. No se resumen 16 años en tres frases. Pero se sonríe. El brillo de aquellos días resplandece en nuestros ojos.
Te vas, volviendo la vista atrás una última vez, y contemplando lo que fue el escenario en el que tantos días disfrutaste, viviste, aprendiste y creciste. Gran parte de él ha cambiado, pero muchos rincones conservan aún la esencia. Todavía está allí aquel árbol en el que todos nos subíamos, aquella piedra en la que nos sentábamos por las noches. El mismo olor a jara, el mismo aire fresco. El canto de los grillos y los ladridos de los perros. Si cierras los ojos podrías creer que es una de aquellas noches de verano.
Todo quedó atrás. Abres los ojos y te das cuenta de que ya nada es lo mismo; ni las casas, ni los caminos, ni tus amigos... ni tú. Una agridulce sensación te invade, y una media sonrisa se dibuja en tu rostro. Intentas comprender el por qué del paso del tiempo, te preguntas si ellos te han visto a tí mejor o peor que tú a ellos, te preguntas cómo es posible que 15 años no se noten en algunos... y cómo puede estropear tanto a otros. Te preguntas dónde estaremos todos dentro de otros 15 años. Cómo seremos, quién más habrá, quién no estará. Te invade un largo silencio, como si estuvieras de luto por aquella época que ya murió. Meditas igual que se hace tras los entierros, sobre lo efímero de la vida, lo pasajero de nuestra estancia, lo corta que se te hace. Te preguntas qué serás capaz de hacer con el tiempo que se te ha dado.
1 comentario:
Es adorable esta entrada...
La fugacidad de la vida es algo impresionante y los cambios que surgen alrededor de ésta son, normalmente, muy inesperados.
Como ejemplo me pongo a mí misma:
Sólo tengo 15 años. 15 años donde los días se me pasan volando, y a medida que estos pasan tengo aún más ganas de continuar hacia el futuro... sin fijarme en lo que tengo delante mía.
Tal vez deberíamos cuidar más el presente y preocuparnos menos por lo que pueda suceder mañana... si no haces nada grandioso para tí en estos momentos... ¿Qué será lo que recuerdes más adelante?
Porque los momentos vividos son solo eso: Matices de memorias y sensaciones que se quedan grabados en la mente.
Un saludo.
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