domingo, 16 de marzo de 2008

Las edades del hombre VII

El finalRecuerdo una vez, hace muchos años. Alguien me hizo una comparación. En aquel momento me gustó, pero no le hice mucho caso. El objeto de la comparación era algo que yo tenía, y que nunca había perdido. Aquellos eran tiempos en los que todo nace, y mi corta comprensión de las cosas de la vida no me permitió entender la profundidad del consejo que me estaban ofreciendo.

Las amistades son como un árbol. Crecen con el tiempo. Al principio puede que sólo sea un único tronco, pero a poco que le des lo que necesita, verás crecer sus ramas, sus hojas. Incluso habrá un tiempo en el que lo veas crecer casi sin preocuparte por él. Pero a los árboles, como a las amistades, hay que cuidarlos. Hay que regarlos, hay que abonarlos. Hay que alimentarlos. Porque llegará un momento en el que, si no lo haces, el árbol comenzará a secarse. Empezarás a ver caer sus hojas, se arrugarán sus ramas. Perderá color, y al final, si no lo evitas, se secará. Si te das cuenta antes de que se seque del todo, y luchas por salvarlo, puede que tengas suerte y consigas recuperarlo, pero si no lo haces, si crees que puede vivir solo, sin que te ocupes de él, lo verás morir. Y en ese momento ya no podrás hacer nada por recuperarlo. No valdrá de nada abonarlo, ni regarlo. Habrá muerto, y sólo podrás lamentarte de no haberlo cuidado como se merecía.

Una buena amistad es algo vivo, que debes cuidar. Es el mayor de los tesoros, y sólo te das cuenta de la profundidad de esta simple afirmación con el paso de los años, con la edad. Cuando ya has visto secarse a varios árboles, te preguntas por qué; con lo fácil que habría sido cuidarles un poco, mantenerles vivos. Qué poco habría costado.

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